jueves, 6 de noviembre de 2014

Los palacios reconquistados (Neruda y los poetas comunistas rumanos)

Pablo Neruda estuvo de visita en Bucarest en 1960, y como a otros mitos universales hispanos de la cultura, como Rafael Alberti o Miguel Angel Asturias, bajo la ideología anticomunista de hoy dia. De hecho, poco después, publicaría su libro de poesia rumana traducida, 44 poetas rumanos, en homenaje a aquellos de los que en su libro Confieso que he vivido dice:

"Los poetas rumanos, con su larga historia de padecimientos durante los regímenes monarcofascistas, son los más valerosos y al par los más alegres del mundo. Aquel grupo de juglares, tan rumanos como los pájaros de sus tierras forestales, tan decididos en su patriotismo, tan firmes en su revolución, y tan embriagadoramente enamorados de la vida, fueron una revelación para mí. En pocos sitios he adquirido con tanta prontitud tantos hermanos""

Pablo Neruda, que sabía bien de los sufrimientos de los pueblos bajo dictaduras con mayor o menor maquillaje democrático, y por eso fue hasta su muerte miembro del Partido Comunista, reconoció el dolor de los poetas rumanos bajo las tiranías de los diferentes monarcas y sus mamarrachos fascistas, y el patriotismo, la firmeza y el amor a su pueblo que solo puede tener aquel que cree que la tierra, como el resto de los medios de producción, deben de ser para los que trabajan o producen, sin que ningun parasito se quede con el beneficio.

En Confieso que he vivido habla de estos poetas, que conoció en su visita a Rumania, y de su estancia en el antiguo palacio del rey, el de Sinaia, en aquel entonces, 1969, reconquistado por los que lo construyeron, los trabajadores. Y también habla de otro palacio temporalmente reconquistado, el Palacio de Liria, el de los duques de Alba, una de las familias aristocraticas española que más fortuna atesoró a costa del sufrimiento y el robo a campesinos y trabajadores, donde se alojó cuando las milicias republicanas lo requisaron para el pueblo, en plena Guerra Civil, mientras Madrid pasaba a la historia como ejemplo de resistencia antifascista.

En aquella ocasion, la reconquista del Palacio de Liria por los trabajadores duró poco, y tras tres años de Guerra Civil, los criminales y asesinos, los mismos que siempre habían masacrado a su pueblo (y lo han seguido haciendo, más o menos violentamente, hasta hoy) volvieron a apropiarse del Palacio, devolviéndoselo a los parasitos.

En Rumania duró bastante más, más de cuatro décasda, aunque en 1989, tras otro golpe fascista que pretendía devolver a los grandes delincuentes locales e internacionales el botín de su saqueo inmemorial, el Palacio de Sinaia, donde durmió Neruda y donde conoció la rica y poderosa poesía del pueblo comunista rumano, hoy tan olvidada y denigrada, está de nuevo en manos de la familia real (y eso a pesar de que Rumania es una República, aunque ya no sea la de los trabajadores).

A continuación, compartimos el capítulo dedicado por Neruda a los poetas rumanos y a "los palacios reconquistados":

"LOS PALACIOS RECONQUISTADOS 

Nunca me invitaron los magnates a las grandes mansiones; y la verdad es que tuve siempre poca curiosidad. En Chile el deporte nacional es el remate. Se ve mucha gente acudir en forma atropellada a las semanales subastas que caracterizan a mi país. Cada casona de ésas tiene su sino. Llegado un momento se rematan al mejor postor las verjas que no me dejaron pasar, a mí ni al vulgo de que formo parte, y con las verjas cambian de dueño los sillones, los cristos sanguinolentos, los retratos de época, los platos, las cucharas, y las sábanas entre las cuales se procrearon tantas vidas ociosas. Al chileno le gusta entrar, tocar y ver. Pocos son los que finalmente compran. Luego el edificio se demuele y se rematan pedazos de la casa. Los compradores se llevan los ojos, es decir, las ventanas; los intestinos, es decir, las escaleras; los pisos son los pies; y finalmente se reparten hasta las palmeras.

Palacio de Sinaia
En Europa, en cambio, las inmensas casas se conservan. Podemos ver a veces los retratos de sus duques y de sus duquesas que sólo algún pintor afortunado vio en cueros para felicidad de los que ahora disfrutamos de esa pintura y de esas curvas. Podemos atisbar también los secretos, los crímenes inquisitivos, las pelucas, y esos archivos despampanantes que son las paredes tapizadas que absorbieron tantas conversaciones destinadas al palco electrónico del porvenir.

Fui invitado a Rumania y acudí a la cita. Los escritores me llevaron a descansar a su casa de campo colectiva, en medio de los bellos bosques transilvanos. La residencia de los escritores rumanos había sido antes el palacio de Carol, aquel tarambana cuyos amores extrarreales llegaron a ser comidilla mundial. El palacio, con sus muebles modernos y sus baños de mármol, estaba ahora al servicio del pensamiento y de la poesía de Rumania. Dormí muy bien en la cama de su majestad la reina y, al día siguiente, nos dimos a visitar otros castillos convertidos en museos y casas de reposo o vacaciones. Me acompañaban los poetas Jebeleanu, Beniuc y Radu Bourreanu. En la mañana verde, bajo la profundidad de los abetos de los antiguos parques reales, cantábamos descompasadamente, reíamos con estruendo, gritábamos versos en todos los idiomas. Los poetas rumanos, con su larga historia de padecimientos durante los regímenes monarcofascistas, son los más valerosos y al par los más alegres del mundo. Aquel grupo de juglares, tan rumanos como los pájaros de sus tierras forestales, tan decididos en su patriotismo, tan firmes en su revolución, y tan embriagadoramente enamorados de la vida, fueron una revelación para mí. En pocos sitios he adquirido con tanta prontitud tantos hermanos.

Les referí a los poetas rumanos, para gran regocijo de ellos, mi visita anterior a otro palacio noble. Fue el palacio de Liria, en Madrid, en plena guerra. Mientras el enemigo marchaba con sus italianos, moros y cruces gamadas, dedicado a la santa tarea de matar españoles, los milicianos ocuparon aquel palacio que yo había visto tantas veces al pasar por la calle de Argüelles, en los años 1934 y 1935. Desde el autobús dirigía una mirada respetuosa, no por vasallaje hacia los nuevos duques de Alba que ya no podían someterme a mí, irredento americano y poeta semibárbaro, sino fascinado por esa majestad que tienen los callados y blancos sarcófago 

Cuando vino la guerra, el duque se quedó en Inglaterra, porque su apellido es en realidad Berwick. Se quedó allí con sus cuadros mejores y con sus más ricos tesoros. Recordando esta fuga ducal les dije a los rumanos que en China, después de la liberación, el último descendiente de Confucio, que se enriqueció con un templo y con los huesos del difunto filósofo, se fue a Formosa también provisto de cuadros, mantelerías y vajillas. Y además con los huesos. Allí debe estar bien instalado, cobrando entrada por mostrar las reliquias.

Desde España, por aquellos días. salían hacia el resto del mundo tremebundas noticias: "Histórico palacio del duque de Alba, saqueado por los rojos", "Lúbricas escenas de destrucción", "Salvemos esta joya histórica".

Me fui a ver el palacio ya que ahora me dejaban entrar. Los supuestos saqueadores estaban a la puerta con overol azul y fusil en la mano. Caían las primeras bombas sobre Madrid desde aviones del ejército alemán. Pedí a los milicianos que me dejaran pasar. Examinaron minuciosamente mis documentos. Ya me creía listo para dar los primeros pasos en los opulentos salones cuando me lo impidieron con horror: no me había limpiado los zapatos en el gran felpudo de la entrada. En realidad los pisos relucían como espejos. Me limpié los zapatos y entré. Los rectángulos vacíos de las paredes significaban cuadros ausentes. Los milicianos lo sabían todo. Me contaron como el duque tenía esos cuadros desde hace años en su banco de Londres, depositados en una buena caja de seguridad. En el gran hall lo único importante eran los trofeos de caza, innumerables cabezas cornudas y trompas de diferentes bestezuelas. Lo más notorio era un inmenso oso blanco parado en dos patas en medio de la habitación, con sus dos brazos polares abiertos y una cara disecada que se reía con todos los dientes. Era el favorito de los milicianos que lo cepillaban cada mañana.

Milicianos comunistas en el Palacio de Liria, en Madrid
Naturalmente que me interesaron los dormitorios en que tantos Alba durmieron con pesadillas originadas por los espectros flamencos que en las noches llegaban a hacerles cosquillas en los pies. Los pies ya no estaban allí, pero sí la más grande colección de zapatos que nunca he visto. Este último duque nunca aumentó su pinacoteca, pero su zapatería era sorprendente e incalculable. Largas estanterías acristaladas que llegaban al techo guardaban millares de zapatos. Como en las bibliotecas, había escaleritas especiales, quizás para cogerlos delicadamente de los tacos. Miré con cuidado. Había centenares de pares de finísimas botas de montar, amarillas y negras. También había de esos botines con chalequillo de felpa y botones de nácar. Y cantidades de zapatones, zapatillas y polainas, todos ellos con sus hormas adentro, lo que les daba la apariencia de que tenían piernas y pies sólidos a su disposición. Si se les abría la vitrina, correrían todos a Londres detrás del duque! Podía darse uno un festín de botines, alineados a lo largo de tres o cuatro habitaciones. Un festín con la mirada y sólo con la mirada, porque los milicianos, fusil al brazo, no permitían que ni siquiera una mosca tocara aquellos zapatos. "La cultura", decían. "La historia", decían. Yo pensaba en los pobres muchachos de alpargatas deteniendo al fascismo en las cumbres terribles de Somosierra, enterrados en la nieve y el barro.

Junto a la cama del duque había un cuadrito efimarcado en oro cuyas mayúsculas góticas me atrajeron. Caramba!, pensé, aquí debe estar impreso el árbol genealógico de los Alba. Me equivocaba. Era el "If" de Rudyard. Kipling, esa poesía pedestre y santurrona, precursora del Reader’s Digest, cuya altura intelectual no sobrepasaba a mi juicio la de los zapatos del duque de Alba. Con perdón del imperio británico!

El baño de la duquesa será incitante, pensaba yo. Tantas cosas evocaba. Sobre todo aquella madona recostada del Museo del Prado, a quien Goya le colocó los pezones tan aparte el uno del otro, que uno piensa cómo el pintor revolucionario midió la distancia añadiendo un beso a cada beso hasta dejarle un collar invisible de seno a seno. Pero el equívoco continuaba. El oso, la botinería de zarzuela, el "If" y, por último, en vez de un baño de diosa encontré un recinto redondo, falsamente pompeyano, con una tina bajo el nivel del suelo, cisnecillos siúticos de alabastro, cursi-cómicos lampadarios, en fin, una sala de baño para odalisca de película norteamericana.

Ya me retiraba con sombrío desencanto cuando tuve mi recompensa. Los milicianos me invitaron a almorzar. Bajé con ellos a las cocinas. Cuarenta o cincuenta mozos y servidores, cocineros y jardineros del duque, seguían cocinando para sí mismos y para los milicianos que custodiaban la mansión. Me consideraban honrosa visita. Después de algunos cuchicheos, vueltas y revueltas, recibos que se firmaban, sacaron una polvorienta botella. Era un "lachrima christi" de cien años, del cual apenas me dejaron beber unos cuantos sorbos. Era un vino ardiente, con una contextura de miel y fuego, al mismo tiempo severo e impalpable. No olvidaré tan fácilmente aquellas lágrimas del duque de Alba.

Una semana después los bombarderos alemanes dejaron caer cuatro bombas incendiarias sobre el palacio de Liria. Desde la terraza de mi casa vi volar los dos pájaros agoreros. Un resplandor colorado me hizo comprender en seguida que estaba presenciando los últimos minutos del palacio.

—Aquella misma tarde pasé por las ruinas humeantes —digo a los escritores rumanos para concluir mi relato—. Allí me enteré de un detalle conmovedor. Los nobles milicianos, bajo el fuego que caía del cielo, las explosiones que sacudían la tierra y la hoguera que crecía, sólo atinaron a salvar el oso blanco. Casi murieron en la tentativa. Se derrumbaban las vigas, todo ardía y el inmenso animal embalsamado se obstinaba en no pasar por las ventanas y las puertas. Lo vi de nuevo y por última vez, con los brazos blancos abiertos, muerto de risa, sobre el césped del jardín del palacio".

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